jueves, julio 10, 2008

Monseñor Parteli y la Revolución

Ing. Daniel Iglesias Grèzes

1) Introducción

La doctrina católica clásica acerca de la legítima insurrección contra un gobierno tiránico (ya desarrollada por Santo Tomás de Aquino) está expuesta en el Catecismo de la Iglesia Católica de la siguiente manera:

“La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.”
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2243).

La formulación de estas cinco condiciones de moralidad indica por sí misma que ellas deben ser evaluadas en forma rigurosa, no laxista.

En las últimas décadas del siglo XX (principalmente en el período 1965-1985) estuvo en boga en amplios sectores católicos latinoamericanos la tesis de que, dada la situación vigente en ese entonces, era moralmente legítimo que los cristianos se sumaran a la revolución violenta que distintos grupos (sobre todo marxistas) estaban llevando a cabo en casi todos los países de la región. Dicha revolución armada, de carácter socialista, era -según ellos- la respuesta adecuada del pueblo oprimido a la violencia institucionalizada de sus opresores capitalistas.

Desde el punto de vista católico, correspondía analizar la posible aplicación de la doctrina católica sobre la insurrección legítima al caso concreto de la situación latinoamericana, evaluando si se verificaban las cinco condiciones ya expuestas. El recurso a la violencia sólo podía justificarse si se daban las cinco condiciones a la vez.

A continuación mostraré que tanto el Papa Pablo VI como la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunida en Medellín (Colombia) en 1968, aplicando en forma recta y autorizada la doctrina católica a las circunstancias de aquel tiempo y lugar, rechazaron claramente la tesis de la legitimidad moral de la revolución violenta.

En su discurso de apertura de la Conferencia de Medellín (el sábado 24 de agosto de 1968), S.S. Pablo VI dijo lo siguiente:
“Si nosotros debemos favorecer todo esfuerzo honesto para promover la renovación y la elevación de los pobres y de cuantos viven en condiciones de inferioridad humana y social, si nosotros no podemos ser solidarios con sistemas y estructuras que encubren y favorecen graves y opresoras desigualdades entre las clases y los ciudadanos de un mismo País, sin poner en acto un plan efectivo para remediar las condiciones insoportables de inferioridad que frecuentemente sufre la población menos pudiente, nosotros mismos repetimos una vez más a este propósito: ni el odio, ni la violencia, son la fuerza de nuestra caridad.
Entre los diversos caminos hacia una justa regeneración social, nosotros no podemos escoger ni el del marxismo ateo, ni el de la rebelión sistemática, ni tanto menos el del esparcimiento de sangre y el de la anarquía. Distingamos nuestras responsabilidades de las de aquellos que, por el contrario, hacen de la violencia un ideal noble, un heroísmo glorioso, una teología complaciente. Para reparar errores del pasado y para curar enfermedades actuales no hemos de cometer nuevos fallos, porque estarían contra el Evangelio, contra el espíritu de la Iglesia, contra los mismos intereses del pueblo, contra el signo feliz de la hora presente que es el de la justicia en camino hacia la hermandad y la paz.”

El Episcopado Latinoamericano reunido en la Conferencia de Medellín expresó sobre esta materia un juicio coincidente con el del Sumo Pontífice:

“Nos dirigimos finalmente a aquellos que, ante la gravedad de la injusticia y las resistencias ilegítimas al cambio, ponen su esperanza en la violencia. Con Pablo VI reconocemos que su actitud «encuentra frecuentemente su última motivación en nobles impulsos de justicia y solidaridad». No hablamos aquí del puro verbalismo que no implica ninguna responsabilidad personal y aparta de las acciones pacíficas fecundas, inmediatamente realizables.
Si bien es verdad que la insurrección revolucionaria puede ser legítima en el caso «de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien común del país», ya provenga de una persona ya de estructuras evidentemente injustas, también es cierto que la violencia o «revolución armada» generalmente «engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas: no se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor».
Si consideramos, pues, el conjunto de las circunstancias de nuestros países, si tenemos en cuenta la preferencia del cristiano por la paz, la enorme dificultad de la guerra civil, su lógica de violencia, los males atroces que engendra, el riesgo de provocar la intervención extranjera por legítima que sea, la dificultad de construir un régimen de justicia y de libertad partiendo de un proceso de violencia, ansiamos que el dinamismo del pueblo concientizado y organizado se ponga al servicio de la justicia y de la paz.
Hacemos nuestras, finalmente, las palabras del Santo Padre dirigidas a los nuevos sacerdotes y diáconos en Bogotá cuando, refiriéndose a todos los que sufren, les dice así: «seremos capaces de comprender sus angustias y transformarlas no en cólera y violencia, sino en la energía fuerte y pacífica de obras constructivas»."
(Documento de Medellín, Promoción Humana, La Paz, n. 19).

2) Algunos textos de Monseñor Parteli sobre la revolución violenta

Carlos Parteli Keller gobernó la Arquidiócesis de Montevideo de 1966 a 1985. Debido a que Mons. Barbieri, tercer Arzobispo de Montevideo, estaba postrado por una grave enfermedad, en 1966 Mons. Parteli (entonces Obispo de Tacuarembó) fue nombrado Arzobispo Coadjutor sede plena de Montevideo, con derecho a la sucesión. En 1976, después de la muerte de Mons. Barbieri, Mons. Parteli se convirtió en el cuarto Arzobispo de Montevideo.

Los 19 años en que Mons. Parteli estuvo al frente de la Iglesia de Montevideo fueron un tiempo muy difícil. En la primera parte de ese período se produjo un fuerte crecimiento de las tensiones políticas en el Uruguay, vinculadas a una profunda crisis económica y al surgimiento y auge de una guerrilla marxista (los “tupamaros”). De 1973 a 1985, después de la derrota de los tupamaros, Uruguay fue gobernado por una dictadura “cívico-militar”.

Muchas veces y de muchas maneras, durante esos tiempos tan convulsionados, Mons. Parteli habló a favor de la paz y en contra de la violencia. Sin embargo, el análisis de una selección de textos de Mons. Parteli muestra que su postura sobre la revolución violenta fue a veces ambigua o dubitativa. Me basaré en el libro Parteli, Pastor de la Iglesia de Montevideo (selección de textos), Instituto Teológico del Uruguay, Montevideo, 1974, al cual citaré simplemente como Parteli, indicando a continuación los números de los párrafos correspondientes.

En primer lugar citaré un texto correspondiente a un reportaje de Marcha, un periódico de Montevideo, fechada en diciembre de 1970.

En el contexto de una conversación sobre la situación del continente latinoamericano, el periodista preguntó:
“¿Y la vía armada, de acuerdo a esa experiencia histórica, no será el único camino para evitar una violencia mayor?”

Mons. Parteli respondió:
“Tengo muchas dudas. Puede que sí, puede que no. ¿No conoce Ud. revueltas que desembocan en hecatombe y tiranía?”
(Parteli, n. 1192).

Da la impresión de que Mons. Parteli albergara serias dudas sobre la pertinencia del claro rechazo de Pablo VI y de la Conferencia de Medellín a la vía de la revolución armada.

En segundo lugar citaré un texto correspondiente a una entrevista de la televisión de Holanda, fechado en noviembre de 1971.

En el contexto de una conversación sobre la situación crítica del Uruguay, el periodista preguntó:
“¿Qué posición debe tomar la Iglesia frente a la violencia?”

La respuesta de Mons. Parteli fue:
“La violencia, cualquiera sea su signo, no es cristiana ni evangélica. No construye nada firme, y además es contraproducente, puesto que una violencia engendra otra contraria más violenta todavía. La moral la acepta sólo en caso extremo de legítima defensa, como recurso desesperado ante un injusto agresor. Prácticamente es muy difícil saber cuándo se dan esas condiciones límite que pudieran justificarla. La maduración de las sociedades, como toda maduración, exige un proceso de reflexión, sudor y sacrificio. La parábola evangélica dice que no hay que apurarse en arrancar la cizaña, no sea que se arranque también el trigo.”
(Parteli, n. 1213; énfasis agregado por mí).

Tras un comienzo acertado, Mons. Parteli parece recaer en la misma duda. La tradicional doctrina católica sobre la insurrección legítima contra la tiranía sería muy difícil de aplicar en la práctica. No se remite a los claros juicios prácticos del Papa y del Episcopado Latinoamericano. Da la impresión de que cada cristiano queda en libertad de hacer su propio juicio sobre el asunto.

Podría pensarse que estas declaraciones de Mons. Parteli, por haber sido hechas en entrevistas, serían un poco improvisadas, de tal modo que no reflejarían bien su propio pensamiento. Pasaré pues, en tercer lugar, a examinar una parte de uno de los principales documentos escritos del magisterio episcopal de Mons. Parteli: su Carta Pastoral de Adviento de 1967.

Citaré la primera parte del apartado B, titulado “En torno a la situación actual”. Dice así:

“Los cristianos tienen diversas opiniones y posturas ante la situación social en que vivimos.
Unos, al querer defender valores concretos que consideran ligados a un orden social determinado, buscan argumentos para defender la paz, condenan toda violencia e identifican sin más toda actitud revisionista con consignas marxistas o planes del comunismo internacional.
Nos preguntamos qué clase de sociedad pretenden defender, o si ignoran las injusticias que ésta encierra; si han cotejado el orden que aprecian y la paz que defienden con el orden y la paz que preconizan la Pacem in terris o la Gaudium et spes. Si así no lo han hecho les pedimos con toda caridad que midan la responsabilidad en que incurren.
Otros cristianos se inclinan por una reforma violenta de la sociedad, pensando que los poderosos nunca cederán voluntariamente sus posiciones de privilegio. A éstos queremos recordarles que no se puede aceptar cualquier tipo de revolución por el mero hecho de serlo, y que un cristiano no puede dejar de examinar atentamente los fines que se persiguen, los medios que se emplean, la situación intolerable, los motivos que la provocan y los daños que se causan.
En todo caso, antes de enfrentarse a los demás, el cristiano debe luchar contra su propio egoísmo. Aquel que, según el dictado de la recta conciencia, crea que debe elegir este camino, no lo podrá hacer sin exigirse a sí mismo un desprendimiento y una renuncia totales para purificar su intención de tal manera que pueda enfrentar el juicio de Dios sobre la riesgosa opción que ha hecho.
La historia está entretejida de revoluciones, algunas violentas y otras no. En todas han intervenido innumerables cristianos. No viene al caso emitir un juicio moral acerca del uso de la violencia en aquel momento y en aquellas circunstancias dadas. Por tocarnos más de cerca, bastaría recordar la lucha por la independencia de América.”
(Parteli, nn. 45-49).

Este texto clasifica las diversas posturas de los cristianos “en torno a la situación actual” en sólo dos grupos: por un lado, los que “buscan argumentos para defender la paz” y “condenan toda violencia”, y por otro lado los que “se inclinan por una reforma violenta de la sociedad”. Llama poderosamente la atención que Mons. Parteli parece mostrarse más duro con los primeros y más comprensivo con los segundos.

En efecto, de los primeros se dice que quieren “defender valores concretos que consideran ligados a un orden social determinado” y a ellos se les dice (por medio de una pregunta retórica) que el orden social que defienden es injusto y se les insinúa claramente que así incurren en una grave culpa ante Dios.

A los segundos, en cambio, se les exhorta a examinar atentamente la situación, se les dice que pueden elegir el camino de la revolución violenta “según el dictado de la recta conciencia” y se les pide que, si lo eligen, purifiquen sus intenciones para poder salir indemnes al enfrentar el juicio de Dios.

El final del texto parece querer desdramatizar la opción por la revolución: siempre ha habido revoluciones y la participación de los cristianos en ellas ha sido muy frecuente. Se menciona el caso de la revolución hispanoamericana, en un aparente intento de asemejarla a la revolución socialista en curso.

Cabía esperar otro tipo de análisis de la situación en un documento episcopal. Se debería haber distinguido al menos tres posturas diferentes: la defensa de un orden social injusto (o de aspectos injustos del orden social existente), la búsqueda de reformas justas por medios no violentos, con base en la doctrina social de la Iglesia, y la opción por la revolución violenta, rechazada por el Magisterio de la Iglesia en nuestro caso concreto.

El hecho de que la Carta Pastoral en cuestión sea de 1967 y los pronunciamientos citados del Papa Pablo VI y la Conferencia de Medellín sean de 1968 no vuelve anacrónico mi argumento anterior, ya que esos dos pronunciamientos no hicieron más que expresar de un modo más solemne una doctrina católica preexistente, manifestada en el Magisterio ordinario de la Iglesia.

Cabe asombrarse de que un documento episcopal de esta índole no condenara de un modo tajante la alternativa de la revolución armada en el Uruguay de 1967. A pesar de la grave crisis económica que sufría desde unos diez años atrás, Uruguay seguía teniendo un gobierno democrático y todavía era generalmente considerado como una democracia ejemplar en el contexto latinoamericano. Además, la desigualdad entre las distintas clases sociales de nuestro país no alcanzaba niveles tan altos como en otros países de la región.

Más aún, en la práctica la única alternativa revolucionaria contemplada en esa época era la de la revolución socialista; y se trataba evidentemente del socialismo clásico, condenado innumerables veces por el Magisterio de la Iglesia. En el texto analizado, este aspecto no sólo no es sopesado explícitamente como un factor relevante para criticar la opción revolucionaria, sino que, al revés, es empleado para criticar al grupo de los cristianos que “buscan argumentos para defender la paz”. Se insinúa que estos cristianos “conservadores” se dejaban llevar por una especie de histeria macartista, al acusar de marxistas o comunistas al único otro grupo de cristianos mencionado, es decir a los que “se inclinan por una reforma violenta de la sociedad”.

En síntesis, me parece innegable que el carácter muy impreciso y sesgado de la Carta Pastoral de Adviento de 1967 contribuyó a incrementar las tensiones en la Iglesia y en la sociedad uruguaya, en una época en que era necesario hacer todo lo posible para pacificar los ánimos e iluminar a tantas inteligencias confundidas.
Aunque me resulte un tanto agotador repetir a menudo algo tan obvio, aclaro que no es mi intención juzgar a la persona de Mons. Parteli (no soy juez de nadie), a quien aprecié en vida, sino sólo algunas de sus declaraciones sobre un tema muy concreto.

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